Libros




Mera ilusión


Las buenas mentiras
Ediciones Deldragón, 2004, 350 pág.

Cuando un escritor escribe, se suspende el mundo. Para él, mientras trabaja, no existen los vencimientos, las presiones del FMI, los piquetes, la vecina que grita, el colectivo que frenó abruptamente en la esquina, no suena ningún teléfono, nadie es secuestrado, los pájaros no cantan en el árbol de la vereda. Cuando escribe, mientras escribe, no tiene hambre ni frío ni calor, no lo molestan el viento ni la lluvia; lo único que tal vez pueda perturbarlo es quedarse sin luz o sin tinta. Porque cuando un escritor escribe, sólo cuenta lo que escribe, el universo que crea en ese minúsculo espacio inmenso hecho de sonidos y silencios, de letras y de signos. Un universo en el que van creciendo de a poco unos seres que nacen difusos en su cabeza, se proyectan cada vez más nítidos a través de sus dedos y se van volviendo cada vez más corpóreos, hasta que toman forma, se definen, se vuelven reales, se exhiben, y luego se dejan conducir, amorosos, o se rebelan y se plantan frente al escritor.


Lo hemos conversado con Walter durante y después del proceso de composición de la novela: cuando él escribe (al menos mientras escribe), no tiene otra realidad más que el universo que va creando. Su mayor preocupación se centra en la coherencia de ese universo (no vaya a ser que algo distraiga de la situación, que haya algo fuera de lugar, algo que no cumpla con las leyes intrínsecas de ese mundo, con esa lógica que deben guardar las cosas en la obra, una lógica que es más férrea que la de la realidad). Su mayor desvelo serán los personajes: lograr que vivan, que respiren, que hablen y se muevan con naturalidad, confortablemente, que se sientan como en su casa dentro de esas paredes de papel que les ha creado. O mejor: hacer que parezca que esos personajes están en su casa, que sean seres con entidad real, no meras ilusiones novelescas, no sólo meras ficciones. Y que parezca que el escritor apenas nos está abriendo la puerta —o la ventana o el agujero de la cerradura— para que nosotros, los lectores, podamos verlos, asomarnos a sus vidas, espiar sus temores y sus gozos, saber lo que ellos saben y, a veces, saber más de lo que ellos saben de sí mismos.


Y así es el universo que plantea Walter Ghedin en su novela. Un universo que tiene la lógica implacable de la ficción. Una lógica en la que es posible que convivan seres que tuvieron entidad histórica, cuya existencia es verificable mediante documentos y pruebas, con otros cuya sustancia es tan etérea como el suspiro y tan corpórea como un trazo negro sobre el papel. Y lo interesante es que ambas categorías sean tan indisolubles, que no haya, en esta novela, una que parezca más “real” que la otra: la ficcional hermana Elsa Chamorro está tan “viva” como la verídica María Eva Duarte de Perón.


Algo similar sucede con la ubicación temporal y la espacial. Mera ilusión se desarrolla en dos tiempos bien definidos de la historia de nuestro país. El primer tiempo está marcado por el signo de Evita: transcurre en los días inmediatamente previos a su muerte y unos meses posteriores. El segundo momento de la novela (que narra la historia de algunos personajes nuevos y continúa la de otros que ya habían aparecido), sucede durante las tristes postrimerías del gobierno de Alfonsín, treinta años más tarde. Y, al igual que ocurre con los personajes, los lectores nos sentimos inmersos en ese contexto, lo aceptamos como real aun cuando ciertos acontecimientos contradigan audazmente lo que conocemos por “realidad”. En la novela de Walter Ghedin, Buenos Aires es y no es Buenos Aires, Tartagal es y no es Tartagal, y las tangueras Amanda y Herminia son las que fueron y a la vez no lo son. La historia nos habla de lugares reconocibles, de personas reconocibles —que al fin se vuelven distintos, como traspasados por una luz nueva.


El juego de tensiones que crea ese universo nos hace sentir que estamos más allá de ponernos a pensar en esas cuestiones. Mientras leemos, no nos planteamos qué es lo real y qué no. Nos dejamos llevar de la mano por la trama equívoca, al igual que los personajes se dejan llevar por las lucubraciones del mitómano Sergio Formels (o como se llame, porque tiene varios nombres), que se inventa una realidad a cada momento, una historia para cada necesidad. Sergio enmascara su vida detrás de tantas ficciones, que al fin ni siquiera él puede decirnos quién es en verdad, dónde nació. “Ya me conozco Buenos Aires, se dice —nos dice—, como si hubiera nacido en cada uno de sus barrios: quizás haya sido así, y mis múltiples caídas habrán marcado entonces el piso de diferentes hospitales…” Este mitómano liga realidad y ficción de un modo tan indisoluble que ya no sabe —no sabemos nosotros tampoco— cuáles son los límites. Al igual que el autor que hoy nos convoca. Porque Walter Ghedin, como todo aquel que inventa historias, toma la realidad (todos los elementos de la realidad, realidad visible y no visible, natural y sobrenatural) y la amasa, la moldea, le da forma hasta que se vuelve nueva realidad, diferente de aquella de la que partió, una realidad otra. Una realidad trascendente y universalizadora.


Y así como Herminia y Elsa Chamorro son conducidas por los subsuelos del Albergue Warnes hasta un mundo subterráneo que las deslumbra, Walter Ghedin nos conduce por los túneles sombríos y misteriosos que constituyen la trama de la novela y la caótica coherencia de las mentes de los personajes. Y nosotros, los lectores, nos dejamos guiar por él. Y mientras leemos, para nosotros se suspende el mundo. Y no existen los vencimientos, las presiones del FMI, los piquetes, los pajaritos, la vecina que grita, la parada del colectivo en la que debíamos bajar... Lo único que cuenta es lo que leemos, ese universo que se ha creado en este minúsculo espacio inmenso hecho de sonidos y silencios, de letras y de signos. Todo lo demás es… mera ilusión.